El Club de los barbones

Hace un año me invitaron a un bar. Los amigos de siempre, diferente bar. Sólo hombres, humo y cerveza. Tomamos asiento en el centro del lugar.

Mesas de madera, bancos de aluminio, una mesa de billar, la barra; esa nunca falta. Ordenamos cuatro litros de espumosa, nos tocaba de a litro, en el fondo, música de Placebo; Special K. La noche prometía.

Un tipo alto se acercó a nuestra mesa. Era fornido y con una barba de leñador casi pelirroja, era una combinación entre el cazador de Blanca nieves y Wayne Rooney. Se me quedó viendo. Yo levanté mis cejas para saludarlo, como si fuéramos amigos de siempre y levanté mi tarro. Código de hombres.

Azotó sus manos contra la mesa y los que estaban a los lados voltearon inmediatamente. Está borracho, me dije. Me dijo que me retirara del bar, yo me reí y me acomodé en el banco, como retándolo a que me sacara.

Se inclinó y me miró a los ojos: Sin barba no puedes estar aquí. Ateniéndonos a esa regla, absurda por cierto, no tendría que haberme parado a cinco kilómetros a la redonda, pues yo sólo tengo tres pelos en la mandíbula.

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Me di cuenta de que todos en el bar tenían barba, barbones en la barra, jugando billar, saliendo del baño, barbones por todos lados. Caí en la cuenta de que hasta mis amigos tenían barba, nunca me había puesto a pensar en lo lampiño que era.

Definitivamente estaba fuera de lugar. Uno no es nadie para romper el sensorio de los demás. Me levanté, le dije a Rooney que me dejara ir al baño y saldría de su bar, me abrió paso y mientras iba camino a tirar la cerveza procesada gritó: ¡No es bar, es el Club de los barbones! 

Mientras orinaba, tocaba mi quijada como deseando tener barba. Un tipo me ofreció una solución, ¿cómo se enteró? No sé, pero invoqué al diablo y se apareció.

Tenía una maleta negra, ahora les dicen: Mariconeras.” Sacó un frasco de plástico y sin etiqueta, claro; aún no lo patentaba.  Prometió que eso me sacaría barba. Es excremento de ganso, con esto te crece como Santa Claus, advirtió y soltó una pequeña carcajada cargada de malicia.

Tomé el frasco y lo vi a contra luz, lo abrí y olí el contenido, muy agradable por cierto. No podía creerlo, sin embargo saqué un billete, lo puse en su mano y salí lo más rápido que pude. Pasé por la mesa en dónde estaban mis amigos y ya estaban listos para salir del club. Panteón Rococo y su vendedora de caricias me acompañó hasta la salida.

Después de una semana de untar caca de ganso en mis mejillas, llegaron los resultados.  La barba comenzó a salir. Créanlo o no.

Al mes tenía una barba tipo Platón; “El hombre sabio querrá estar siempre con quien sea mejor que él”. Por supuesto todo cambió, no sólo podía entrar al Club de los barbones, sino que en la calle todos me miraban, en especial las mujeres, parecía que me había vuelto atractivo de un momento a otro.

Por supuesto cada semana iba con mi Dealer. Mi consumo se incrementó. Llegó el momento en el que compraba kilos y kilos del milagroso producto.

Una noche, fui solo al club, iba por mi dosis. La transacción ya no se realizaba en el baño, digo, a nadie le afectaba que vendieran el producto abiertamente. El ambiente era el mismo de siempre, cerveza, pelos por todos lados, risas y gritos de machos que tienen la testosterona hasta arriba.

De pronto un par de barbones tipo Fidel Castro, alzaron la voz y pidieron nuestra atención. Yo esperaba a mi proveedor. Uno de ellos gritó: Jaime se va a quitar su barba en este momento y la vamos a incendiar. Al parecer todo era el resultado de una apuesta. Malditas apuestas.

Frente a todos, sacaron unas tijeras y cortaron la inmensa barba del perdedor de la apuesta, la depositaron en un pequeño bote de basura, el tipo que le hacía un homenaje al guerrillero cubano tomó un poco de brandy, hizo gárgaras y puso un encendedor frente a su boca.

Quizo imitar a un traga fuegos, escupió el brandy y el fuego llegó a la bolsa del Dealer, quien desafortunadamente traía casi cinco kilos de la semilla de mi barba, la bolsa se prendió en menos de lo que se imaginan, la aventó para no quemarse la mano y lo demás es historia. El Club ardió por horas.

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Todos sabíamos que las heces de ganso no olían mal, pero jamás imaginamos que se prendiera tan rápido.

Por semanas me pasé buscando a alguien que me surtiera mi dosis. Nunca encontré a nadie. Mis reservas se acabaron.

La barba dejó de crecer y por supuesto de nacer, las mujeres dejaron de verme; estaba en dónde comencé con mis tres pelos y mis mejillas suaves. Algunos dicen que en la Condesa la consigo rápido, que es de ganso de Canadá, pero nunca la he encontrado, hay cosas que prefiero ya no averiguar.

Encontré otro bar, ponen música de The Cure, ahí gasto mi dinero, lo que me ahorro de comprar rastrillos lo gasto en cerveza, que no me saca barba, pero causa el efecto de sentirme atractivo después de un par de litros.


Gracias por seguirme, leer y compartir.

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Un comentario en “El Club de los barbones

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