Todas las mañanas salgo a dar un paseo cerca de la Av. Cuauhtémoc. A veces me gusta ir desde Eje Central hasta la colonia Del Valle y otras veces me gusta ir hasta Insurgentes Sur y quedarme sentado en alguna banca de Parque Hundido.
Aunque últimamente el olor a mierda de perro me incomoda y prefiero refugiarme en una cafetería que está en la calle Providencia. En las tardes trabajo como redactor y eso me deja tiempo libre en la mañana. Mi estilo de vida me permite hacer paseos matutinos sin preocuparme de nada.
Esta mañana decidí caminar hacía Tlalpan, eran cerca de las diez de la mañana y algunas prostitutas seguían trabajando en la zona. Decidí caminar hacia el sur, quería explorar algo más que guerreras en minifalda.
Después del metro Portales encontré una birria deliciosa, dicen que es muy famosa por esos rumbos, me senté a un lado de un par de ancianos que tenían consigo un teléfono rojo, de esos que sacaban en las series de los ochenta. Era muy bonito. Bien cuidado. Me descubrieron cuando lo veía a la distancia y me dijeron que lo habían conseguido por sólo ochenta pesos o para ser más exactos “ochenta del águila” sonreí y seguí comiendo el consomé que sacaba vapor a cada cucharada.
Más personas pasaban con antigüedades y yo veía objetos sorprendentes. Un ajedrez de mármol, una televisión gigante de los años sesenta, ¡un radio Crosley! Me intrigó la idea de saber a dónde habían comprado cada una de esas cosas pertenecientes a la protohistoria.
Sin tanto preguntar di con el famoso “Tianguis de antigüedades de Portales”. Era la opción perfecta para dejar de oler mierda de perro en el Parque Hundido. Di una vuelta. No encontré mucho; parecía que lo mejor se lo se habían llevado desde temprano.
Más adelante encontré a un vendedor que tenía una cámara filmadora Keystone. El precio era justo, mil doscientos “del águila”. Aunque hace mucho dejé de lado los proyectos que tienen que ver con la fotografía y el video; me interesó lo suficiente. No es común ver una cámara de esas y tenerla sería tan presuntuoso como poner al Quijote justo al centro del librero. Aunque no traía mucho dinero comencé a ofrecer y a “regatear”. Un billete de quinientos pesos temblaba en la bolsa de mis pantalones y a cada regateo yo lo tocaba, la birria me había quitado sólo ochenta pesos, estuve negociando a cada oferta una contraoferta, sin embargo fue imposible bajar la Keystone de precio. El intento se hizo.
Pasé por muchos locales. “Antigüedades Bovary”, “Antigüedades López”, “Antigüedades de Portales”, “Las mejores antigüedades”, “Chácharas poncho” y hasta “El siglo de oro”. ¡Lotería! Entré a todas. Cada una me llevo un tiempo determinado, en algunas mi estancia fue mayor y en otras sólo fue por unos segundos.
“El siglo de oro” este local fue del que ya no pude salir. Las antigüedades estaban amontonadas, no había luz y el ambiente era húmedo; a diferencia de los otros lugares, en éste había más cosas antiguas que chácharas. Al fondo sólo había un foco que iluminaba los enormes libreros de roble acomodados en forma de “L”. Un viejo estaba sentado en el lado derecho del cuarto, limpiaba una máquina de escribir con todo su empeño, tenía un cepillo de dientes y un vaso con petróleo — ¡toda la riqueza del país en sus manos!—.
Me pegué con una consola de discos y casi tiro una pianola, pero el viejo seguía limpiando su “aparatejo”, parecía empeñado en quitar el cochambre del rodillo que aprisiona a las hojas. Tecleaba y sonreía; realmente estaba emocionado. Cuando notó que lo veía me dijo que la máquina le acababa de llegar de Boston. Está claro que soy redactor, pero no sé una mierda de máquinas de escribir, así que sólo sonreí. —¿Le gusta leer?— preguntó el viejo, entonces sentí venir el golpe. — ¿Ha leído a Hemingway? esta es la máquina que uso en Cuba para escribir EL VIEJO Y EL MAR—. Antes que ser redactor soy periodista y antes de eso, suelo ser comunicólogo, pero en un principio, lo que soy, es un incrédulo.
Solté una sonrisa y continué viendo las lámparas de porcelana. Sentí venir el segundo ataque. —sé que no me cree, pero en el mundo de las antigüedades estamos acostumbrados a tratar con las personas suspicaces, por eso nos emiten certificados para comprobar la autenticidad… mire…— de su escritorio sacó el certificado de la galería de la Universidad de Northeastern en Boston, enseguida me mostró el pasaporte de Ernest Hemingway. Me quede viendo un momento los documentos y luego casi se los arrebato de las manos. En verdad era la máquina del escritor, la tomé y la giré… sus iniciales estaban en la parte trasera de la Underwood Noiseless Portable, EMH. De pronto recordé que lo que había estado buscando por años era una máquina de escribir, pero no sólo eso, sino que necesitaba ésa en especifico. El viejo sabía que me tenía y me remató cuando sacó una foto en dónde Hemingway estaba escribiendo en la máquina que yo tenía en mis manos.
Sin mostrarme emocionado, pregunté cuánto pediría por la máquina. —Ya la tengo vendida por cuatro mil pesos— respondió con toda la soberbia de saberse ganador. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, sabía que valdría al menos tres veces más con los intelectualoides de la Roma o la Condesa. Sin tener el dinero, le ofrecí doce mil pesos. El viejo se secó el sudor con una franela y se frotó el dedo índice con el pulgar, supe que la soberbia ahora estaba viviendo en mis labios.
Le advertí y casi lo amenacé para que no vendiera la Portátil. Deje el billete de quinientos en “garantía” de que regresaría en la tarde. Era un hecho que no podía conseguir ese dinero. Los redactores que trabajan poco siempre ganan en proporción al trabajo que realizan. Vivía cómodo pero no para negociar doce mil pesos en cinco minutos y menos por una máquina de escribir. Aunque era de ¡Ernest Miller Hemingway!
Toda la tarde pensé cómo engañarlo, robarle, negociar, arrepentirme o quizá matarlo. Recordaba el pasaporte de Hemingway, por sí solo valía muy buen dinero, al menos eso imaginé. Consideré en llamarle a mis amigos para pedirles un préstamo pero recordé que; “Se empieza pidiendo prestado y se termina mendigando”. La solución era llamar al trabajo y decir que faltaría, regresar a Portales y no volver sin esa máquina de escribir, la traería a cualquier costo ¿A cualquier costo? , ¿qué despertó en mi la necesidad de tener algo que ni siquiera necesito?
De camino a Portales pensaba en lo que haría con la máquina. ¿La vendo?, ¿me la quedo?, ¿cuánto me darán por ella?, en ese momento quería responder esas preguntas pero la verdad es que primero tenía que resolver cómo sacarla del local de una manera legal y si era de otra forma sería sin que nadie se diera cuenta, ¿realmente la necesitaba?, debería de estar trabajando pero no, estoy en camino a recoger un aparato que al principio de mi día ni siquiera existía en mi aburrida vida.
Cuando estuve frente al local entré y el viejo me esperaba sentado. Me detuve a mitad del cuarto y reflexioné acerca de lo que estaba a punto de hacer, mi familia que no veía desde hace años, mis valores, la chica de la cafetería que me gusta, mi deseo por dejar de estar solo, los valores aprendidos en casa, las mañas adquiridas en la calle, ser periodista, maestro, redactor, tener un trabajo estable, ser feliz ¿era feliz?, ¿el viejo tenía esposa? , ¿familia? ¿será de Hemingway?, ¿me está engañando o me estoy dejando engañar? Regresé a la entrada del local, mire hacia ambos lados de la calle y baje la cortina del local.
Gracias por llegar al final.
Gracias por seguirme, leer y compartir.
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