Ambos son mayores que yo. Como era de suponerse yo no me dediqué al mismo negocio, lo mío es cazar libros usados, darles una curadita y venderlos al mejor postor.
Hace no mucho pude pagar tres meses de renta con tan sólo vender la colección completa de Thomas Mann. Mi negocio, como lo llaman mis hermanos, es más “intelectual”. Así, con comillas.
Hoy los acompañé a realizar una entrevista. Hace una semana fue mi cumpleaños y me dijeron que terminando de filmar esa entrevista recogeríamos los rieles y me darían mi regalo. Además de eso prometieron darme 10 dólares. Claro está que aunque la renta la hagan en el Ajusco ellos cobran como si estuvieran trabajando en California.
Llegué temprano a la cita. Era una zona con muchos arboles y el fresco era como fuego para mis pulmones acostumbrados a la contaminación y no al aire limpio. La casa más bien era un rancho. La entrevista era de semblanza, al menos duraría seis horas . Mis hermanos entregaron las cosas a quien se las tenían que entregar y esperamos dentro de la camioneta. Hablamos de esto y de aquello; la familia, los recuerdos de la infancia, el trabajo; cosas de las que hablamos cuando ya no queremos conocer a las personas sino más bien comprobar que aún son los mismos.
Pasaron las seis horas de la renta del traveling. Para esas horas el frío se había ido, en su lugar llegó el hambre. Amablemente los clientes nos invitaron a pasar a comer en la carpa que siempre ponen para alimentar a toda la producción. Antes de ir, mis hermanos me dieron mi regalo, ése por el que soporté frío, hambre y escuchar sus glorias pasadas. Uno de ellos, abrió la guantera y me entregó un libro, estaba forrado con papel manila, de ese que usan para enviar paquetes.
Lo tomé en mis manos y ellos sonrieron. El libro era una primera edición de la editorial Oveja Negra. Era claro que ellos conocían tanto de editoriales como yo de cobrar en billetes verdes. Aunque no importaba porque era una primera edición. Llevo años en este negocio y aún no le agarro cariño a las primeras ediciones, aunque mi bolsillo las ama más que a nada.
Les di las gracias. Sin embargo, no dejaban de sonreír. Samuel, el mayor de ellos, con una notable intriga me dijo que eso, sólo era la mitad del regalo. Me sorprendí y pensé que me darían otro libro. Pero no fue así. Resulta que el autor del libro que tenía en mis manos era la persona a la que le habían hecho la entrevista. Por supuesto me sorprendí y sabía que esa tarde en la bolsa de mi pantalón no sólo habría diez dólares. Si ese libro de primera edición estaba firmado por el autor, por lo menos podría pagar no sólo seis meses de renta, sino hasta unas vacaciones a Puebla.
Mientras me daban detalles de cómo planearon la sorpresa llegó un jovencito y nos dijo que el escrito estaba platicando con el productor, que nos acercáramos o no habría otra oportunidad.
Tomé el libro, le retiré el papel que no dejaba ver la horrorosa portada y lo abracé cual quinceañera abraza a su oso de peluche sabiendo que en cualquier momento va a crecer y tendrá que dejarlo. Entré a la propiedad y atravesé el enorme jardín, respiré y le llamé por su nombre; Gabriel García Marquez. Giró y sin que yo se lo pidiera tomó el libro y lo firmó.
Con una voz que se quebraba como hoja de otoño le dije mi nombre. Francisco Gastón Ulloa. Rápidamente escribió el nombre y dejo la rubrica que me iba a dar de comer a mi y a mi familia por varios meses. Sus manos fuertes y llenas de venas me dedicaron la primer pagina. Sin voltear a verme, cerró el libro y me lo devolvió. Lo tomé y como lo haría cualquiera lo abrí para conocer la espectacular firma.
Me quede extrañado y repetí mi nombre tres veces, como si invocara al diablo. Fransico Jastón Huyoa, Fransico Jastón Huyoa… Fransico Jastón Huyoa. Mi nombre estaba mal escrito. Sonreí y creí que era una broma, dude de mi conocimiento, hasta me dieron ganas de sacar mi credencial y saber si yo era el que había escrito mal mi
nombre durante cuarenta años. Tomé valor y con mucha vergüenza le dije que mi nombre estaba mal escrito. Le señalé las evidentes faltas de ortografía.Volvió a tomar el libro con sus manos arrugadas y con el dedo indice y el pulgar arrancó la hoja en donde había firmado. Me devolvió mis Cien años de soledad y mientras me daba la espalda y se perfilaba para ir a su cabaña, me dijo: “De la ortografía se encarga mi secretaria”.