Isabel siempre se portó bien conmigo. Eramos dos niños de primaria. Nos gustábamos, yo diría que más que eso.
Sus ojos y su cara parecidas a las de una ardilla eran encantadoras. Sus manos gorditas con hoyitos en los nudillos me gustaban.
El amor de infancia ya duele, sobre todo porque nadie nos advierte el significado de tan compleja palabra. Seis años sentados uno junto al otro.
Pedirnos las tijeras, un lápiz o el sacapuntas. Mirarnos y reír, correr por el patio con miradas de complicidad, respirar sincronizadamente.
Al acabar la primaria nunca me detuve a reflexionar sobre si la volvería a ver y eso no importaba porque el destino ya lo había pensado por mí.
La secundaría no trajo cosas nuevas para ninguno de los dos, estábamos de nuevo juntos. A mis ojos, Isabel seguía pareciendo hermosa y a ella, bueno, a ella le gustaban los adolescentes más grandes, fuertes, varoniles, en pocas palabras, todos menos yo.
Otros tres años compartiendo el aula, las malas calificaciones, los maestros crueles y los compañeros que no tenían ni la más pálida idea de lo que era el amor, y no es que yo la tuviera, yo lo único que podía entender era la emoción en el pecho cuando veía a Isabel.
En los últimos años de la secundaría ella ya era la fea de la clase. Le decían “la flaca”. Adjetivo suficiente para que yo me cohibiera cuando mis amigos me preguntaban quién de todas me gustaba.
Pero Isabel era una de esas chicas que a nadie le gusta para algo serio a pesar de que ella era la niña más decente que conocí. La flaca platicaba mucho conmigo, era su gran confidente, su refugio, la vi llorar por patanes y lo aguanté, digo, después de todo eran amigos ¿no?, amigos, y quizá “un poco más”… una frase tan compleja de entender como el amor.
Pero siempre fui un cobarde. Nunca le declaré mi amor a Chabela, el miedo al rechazo era un enemigo con el que no quería combatir.
Ella se fue a estudiar a otro estado y yo me quedé en la colonia que nos vio crecer, nos vio correr y me vio jugar a puñaladas con el amor. Un día, supe que había regresado a la colonia, pero no la veía, la buscaba y el destino la escondía.
Una tarde frente al paradero de camiones sentado en un autobús la volví a ver, paseaba con un hombre tomada de la mano y la única idea que engendró mi mente fue pensar en lo felices que hubiéramos sido.
Y si el dolor no fue suficiente…
Gracias por seguirme, leer y compartir.
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