Cuando era niño, el momento más emocionante de mi día era salir al recreo a las 10:30 y mirar a los demás, eso era disfrutar del tiempo.
Era un hecho que detestaba la escuela, ciertamente hasta la fecha la sigo viendo como un lugar donde sofocan tu espíritu.
La escuela, Ramiro Sánchez López, sujeto ilustre y totalmente desconocido hasta ahora para mi, es uno de los lugares más grises en mi memoria.
Esta escuela fue construida sobre un terreno de piedra volcánica. La constitución del terreno hizo que la construcción tardará en hacerse tres años y no uno como se tenía planeado, eso dicen.
El material del suelo le dio el doble de trabajo a los albañiles al momento de hacer los cimientos.
La complicación y la urgencia de tener una escuela en la colonia Buenavista fue tal que, se decidió construir dos salones sobre una gran piedra que jamás se pudo quitar.
Esas dos aulas estaban en la cima de la roca y solo los de quinto y sexto año podían tomar clases allí.
Siempre pensé; claro, ellos estudian sobre nosotros porque sobrevivirían si se cae la piedra y eso es justo, merecen vivir y dejar este lugar, aunque por otro lado, igual estaría bien acabar bajo las rocas un día de estos, eso evitaría que vinieramos al día siguiente.
Es más que obvio que eso jamás sucedió y la roca sigue en el mismo lugar sosteniendo los salones de niños sin futuro.
Cuando pasé a quinto año me enteré de que esa roca porosa de color rojo y de gran tamaño era llamada: “La Peña”.
Ahí en La Peña pasaba todo mi recreo, comía mi sándwich de jamón con queso fundido, daba una mordida y luego absorbía el Boing sabor uva, hacía una gárgara, jugaba con los sabores, combinaba el bolo y tragaba.
En esa roca nunca había nadie, todos mis compañeros jugaban en el patio, algunos se quedaban en el barandal a cambiar estampas. Yo solo me sentaba en ese lugar y veía a “Chabela”.
Me gustaba verla correr, era una niña con dos colmillos chuecos incrustados enmedio de una sonrisa digna de una constelación.
Cuando se daba cuenta de que la miraba sonreía más y yo solo mantenía mi mirada, fría, seria y poco expresiva. Le hacía un homenaje a la roca, pues.
Cuando estás enamorado, a tu imaginación le da por pensar en cosas a futuro, yo pensaba que en algún momento estaríamos casados y le mandaba mensajes mentales con la frase: nuestros hijos no tendrán que venir a esta mugrosa escuela, sigue jugando, mi amor.
Eso pensaba mientras ella se alejaba y se le apagaba la sonrisa al no ser correspondida.
Así pasaban los 30 minutos más tranquilos de mi día, veía a mi primer amor sin que nadie me juzgara, estaba lejos de ese pupitre incómodo y lo más importante; estaba solo. Eso era vivir.
Así pasaron varios soles, Chabela seguía pasando frente a mí, corriendo, caminando y con sus amigas. Yo seguía como una roca, incluso debajo de mis pantalones.
Un buen día ella pasó de la mano de otro y en lugar de que yo hiciera algún gesto de dolor o sacudirme de la cubeta de agua fría que me acababa de caer, mis pequeños ojos seguían inmóviles.
La vi de pies a cabeza; su cabello lacio, sus ojos brillantes, su boca inalcanzable, un cuello de terciopelo, sus pechos floreciendo, su mano entrelazada en otra mano que no era la mía, sus calcetas metidas en esas piernas flacas, largas, dulces y seguí inmóvil.
Aquella mañana supe que la soledad me tomaba con sus frías manos
El otoño anunciaba el fin de las clases de la educación primaria, todo era felicidad, pues logré el seis que necesitaba para irme de ese horrible lugar, casualmente durante los dos últimos bimestres logré calificación perfecta en todas las materias, todos estaban sorprendidos, pero quedó claro que yo no podía permanecer ni un minuto más en ese lugar.
Aquella tarde de verano me senté por última vez en La Peña, mi papá llevaba las calificaciones en su mano y hablaba con otros padres de familia; “Un futuro brillante le espera a mi hijo” decían.
Mientras las banalidades pasaban, vi venir a mi constelación de colmillos chuecos, seguía siendo hermosa, pasó frente a mí e hizo el gesto universal para decir adiós.
Agitó fuerte su mano y yo la miré, sonreí y levanté mi mano izquierda para decirle adiós, resulta que la soledad tenía tomada mi mano derecha, me sujetó tan fuerte que desde ese instante, justo a los 12 años, supe que jamás me soltaría.
Ahora a los 25 años volví a clases. Ayer me registré para cursar un diplomado, tengo que ir a un aula de miércoles a domingo de 6:00 a 10:00 de la noche y cuando supe los horarios hice un gesto sincero de fastidio, una chica que se inscribió al mismo tiempo que yo me preguntó por qué no me gustaba la escuela, “es que ya no tengo tiempo de amar” respondí, la verdad ya la conocen.
Buena anécdota … Cuando la soledad toma a una persona ya no la suelta … Solo afloja la mano …
Me gustaMe gusta
Pingback: Hay que sacarle provecho a la cara de borracho | LPTP | La pluma tiene permiso
Pingback: Reunamos el miedo – La Pluma tiene permiso | La pluma tiene permiso